lunes, 20 de enero de 2014

Restaurante "El Tostón" C/ Calañas (Huelva)


Anocheció en Huelva con un frío que mandó a la gente para casa, apenas había nadie por Pablo Rada, las terrazas con las "setas" al máximo no albergaban más de dos mesas. Se hacía incomodo probar un bar del centro de la capital onubense, entonces haciendo memoria recordé un restaurante que a pesar de su mala localización siempre ha tenido una extensa cartera de clientes que ya sea para comer, cenar o simplemente tomar un vino, llena siempre sus mesas.

Tal como entramos en "El Tostón" se apoderó de nuestra atención el rajeo de una guitarra española que la acariciaba con atino un señor a la orilla de la chimenea que calentaba el habitáculo. En ese momento embriagado de arte me acerqué a la barra y le dije al camarero "eche vino, montañés, que lo paga Luis de Vargas".
Al vino, en este caso un Protos (Ribera del Duero), le acompañó media ración de un queso con un sabor muy intenso, seguido de otro plato de caña de lomo. La guitarra comenzó a susurrarle a un cantaor de fandangos que se arrancó por el mismísimo Paco Toronjo, en ese momento vi oportuno pedir un plato de presa con patatas para terminar de rematar la faena, concluyendo una velada memorable.

- 2 Copas de Protos
- 1 Fanta
- 1/2 Ración de queso
- 1/2 Ración de caña de lomo
- 1 Presa con patatas

Tan sólo 21.90€. Lo que me hace pensar ¿Es realmente barato ir a comer fritangas rebozadas y congelados al Bonilla? tal vez acudan a ese tipo de cadenas porque nadie ha puesto interés en mostrarle la amplia variedad gastronómica de su ciudad.
Ya sabéis, si pasáis por algún bar que esté escondido y lo veis lleno de gente ¡parad! que como bien dice el refrán "Algo tendrá el agua, cuando la bendicen"








lunes, 13 de enero de 2014

La Fonda de María Mandao

El 6 de enero, día de reyes, reinaban los niños en la calle Vázquez López del centro de Huelva.  Desde decenas de metros a la redonda se oían sus balonazos y sus imprecaciones, la quedas tú, la queda ella, balonazo a la puerta del garaje, mamá, papá, el Javi me ha pegado, y entre el marasmo de mesas ocupadas y tapas que iban y venían, cada comensal adulto había asumido cierta responsabilidad paternal tácitamente adjudicada por la comunidad.  A cambio de tolerar e intervenir en el albedrío infantil que gobernaba el ambiente, los mayores tuvimos la oportunidad de gozar de las prestaciones que concede la infancia un día de reyes magos: la alegría, la alegría total, sin ambages ni preocupaciones de ninguna índole.  Para los que no somos tan niños también era día de reyes, fecha en la que ya no obtenemos un balón de la liga o un action man, pero sí un dinerito que uno puede emplear en conocer mejor la gastronomía de la tierra.  Para tal fin habíamos reservado una mesa para dos en uno de los restaurantes que mejor reproduce los sabores y productos que caracterizan a nuestros platos: La Fonda de María Mandao. Sita en la citada calle Vázquez López, incardinada entre el Gran Teatro y la silueta lejana de Cristóbal Colón que se intuía en la Plaza de las Monjas, la Fonda de María Mandao es uno de esos restaurantes en los que el cliente tiene derecho a sentirse especial. De primeras, para los que no estamos acostumbrados a protocolos, asombra la atención eficacísima y respetuosa de los camareros. Nada más sentarnos llegó a nosotros una señorita  joven y morena, que se movía suelta, rápido y silenciosa, como una anguila resbaladiza entre los obstáculos de las mesas y los transeúntes. – Hoy seré vuestra camarera – nos dijo, y así fue.  Sólo nos atendió ella y nunca nos faltó de nada.  Como veníamos con hambre, pues habíamos fecundado el hambre adrede durante la mañana por el placer de vencerlo a fuerza de tapas, inauguramos el almuerzo con un revuelto de papas y jamón, coronado por un pimiento verde que lo atravesaba longitudinalmente como atraviesan las franjas de colores algunas banderas. Plato de natural sencillo pero ejecutado aquí con singular acierto: las papas cuadraditas, todas de similar tamaño y en su punto exacto, y el jamón a tacos y crudito, como debe estar, con su tocino impertérrito a pesar de la calor de los fogones.  Para beber, aventurando la condición marítima de los platos que habrían de complementar al primero, pedimos un par de copas de vino blanco del Condado de Huelva.  Acatando las más relamidas conductas protocolarias, la camarera nos trajo la botella entera recién abierta y con un ceremonioso gesto me sirvió un chorreón a fin de que cerciorase que era ése y no otro el vino que había pedido. Así que tal como cayó en la copa lo bajé al buche y acredité su pertinencia – vino blanco, efectivamente el que yo pedí, está bueno, descargue aquí el brebaje que estoy agustísimo- y llenó las dos copas generosamente.


Tras la aventura iniciática del revuelto, convinimos en respaldar las recomendaciones que habíamos leído por internet y pedimos uno de los platos insignia del establecimiento: la hamburguesa de langostinos, por un lado, junto con unas croquetas de gambas al ajillo. La hamburguesa de langostinos abarca lo que la palma de una mano, y si bien carece de contundencia como para saciar a estómagos hechos al buen comer, sí que satisface las papilas gustativas de las bocas más exquisitas. Es como un bombón de langostinos que se entrelazan y distinguen, cuya pulpa gelatinosa conserva todo el sabor que debe tener el crustáceo cuando nada libremente en el mar. La acompaña una pella de mostaza que uno duda si insertar o no dentro del emparedado. En mi opinión, la mostaza mejor de adorno, pues untarla desvirtúa el sabor natural de la hamburguesa, que por sí sola se basta.  Además de esto, nos trajo la anunciada tapa de croquetas de gambas al ajillo, magistralmente dispuestas en una canastita de mimbre, cuyo lecho tapizado de yerbas (canónigos, escarola y demás variedades de lechuga) le confería un aspecto como de regalo de reyes, a la sazón muy oportuno.  De sabor, muy ricas, de textura muy cremosa, sin tropezones de gambas (ojo, me gustan los tropezones, pero estas croquetas no los contenían y tampoco se echaban de menos). De color anaranjado o rosáceo y regusto contundente, con una reminiscencia final de pimienta negra que daba gusto apaciguar con un trago de vino blanco frío, momento en que uno conciliaba toda la mar y toda Huelva en el reducidísimo espacio del paladar. Exquisitas, al fin y al cabo.  Como broche de oro para un banquete que ya se antojaba, cómo decirlo, pantagruélico, pedimos que nos rellenaran las copas y que nos trajeran un arroz con bogavante, que habría de tardar unos quinces minutos en salir. Al igual que lo ingerido anteriormente, el arroz con bogavante estaba buenísimo. En su  punto exacto de cocción y dispersión, cohesionado por un caldito algo denso y de color naranja, e interrumpido por los miembros de un bogavante casi entero descuartizado dentro, de cuyas patas, lomo y demás órganos dimos buena cuenta a fuerza de rechupeteos. Para los muy amantes del mar, el bogavante atesoraba un núcleo verdoso cuyo sabor intensísimo parecía recoger todos los aromas de la ría en apenas un milímetro. Creo que ese núcleo era el cerebro, si es que el crustáceo tiene cerebro, o acaso su alma, que de tenerla debe arrojar el sabor descrito.  Por último, de postre,  nos dejamos asesorar por la camarera y nos decantamos por una tarta de galletas para los dos, pues no por terrenal desmerece, ya que lograba una perfecta conjunción y proporción entre galleta, chocolate y crema, y remataba perfectamente un almuerzo abundante y sin mácula. Después de tanto se podría aventurar una cuenta inasumible, pero nada más lejos: 43 euros, ni más ni menos, unos veinte euros por cabeza, una cantidad que tal vez no podemos permitirnos gastar asiduamente, pero que merece la pena emplear para conocer una gastronomía que es parte fundamental de nuestro patrimonio.





-          - Revuelto de papas, jamón y pimiento verde.
-          - Hamburguesa de langostinos.
-          - Croquetas al ajillo (vienen seis).
-          - Arroz con bogavante.
-          - Tarta de galletas
-          - Cuatro copas de vino blanco del condado
-          - 43 € en total. 

La tasquita

La Tasquita (El Matadero. Huelva)

El viernes 10 de enero pasamos a probar uno de nuestros bares predilectos de Huelva capital que también tiene emplazamiento en C/Isla Cristina (Isla Chica, Huelva)

A Parte de tener una esplendida carta, siempre se han caracterizado por dar un buen servicio, pero en este caso no ha sido así, no sabemos si por el estado apático que caracteriza últimamente a sus empleados o porque la desilusión se haya apoderado de la cocina.

Es muy difícil que con tan buena materia prima y con tantísimas facilidades para conseguirlas (Vino del condado y carne de la sierra) pueda pasar por un bar mediocre y en un estado de decadencia absoluta.

El menú fue el siguiente:
-Vino del Condado: Caliente por su mal emplazamiento dentro del local, justo encima de la salida de vapores de la cocina. Era caldo para fideos.
-Patatas Bravas: Especialmente malas con un trozo de roquefort fortísimo. Venían con un regusto a vinagre insoportable, fritas y posteriormente recalentadas en el microondas.
-Montaditos: Estaban fabulosos, puede que debido a su simple elaboración. Jamón con roquefort y presa con huevos de codorniz.
-Castañuelas: Escasas, sobre un nido de patatas.
-Musaka: Pasaba desapercibida con el resto de platos, fue un "ni fú ni fá" sobre la mesa.

En definitiva, nos gusta el bar, es uno al que acudimos asiduamente pero necesita un cambio urgente, otra forma de ofrecer el servicio. Tristemente nos da la sensación de que han perdido las ganas, ¿Quien sabe? Tal vez la encuentren en uno de los muchos cigarros que salen a fumar a la puerta mientas los clientes esperan sus platos que se enfrían en la barra.