El 6 de enero, día de reyes, reinaban los niños en la calle
Vázquez López del centro de Huelva.
Desde decenas de metros a la redonda se oían sus balonazos y sus
imprecaciones, la quedas tú, la queda ella, balonazo a la puerta del garaje,
mamá, papá, el Javi me ha pegado, y entre el marasmo de mesas ocupadas y tapas
que iban y venían, cada comensal adulto había asumido cierta responsabilidad
paternal tácitamente adjudicada por la comunidad. A cambio de tolerar e intervenir en el
albedrío infantil que gobernaba el ambiente, los mayores tuvimos la oportunidad
de gozar de las prestaciones que concede la infancia un día de reyes magos: la
alegría, la alegría total, sin ambages ni preocupaciones de ninguna índole. Para los que no somos tan niños también era
día de reyes, fecha en la que ya no obtenemos un balón de la liga o un action man, pero sí un dinerito que uno
puede emplear en conocer mejor la gastronomía de la tierra. Para tal fin habíamos reservado una mesa para
dos en uno de los restaurantes que mejor reproduce los sabores y productos que
caracterizan a nuestros platos: La Fonda
de María Mandao. Sita en la citada calle Vázquez López, incardinada entre
el Gran Teatro y la silueta lejana de Cristóbal Colón que se intuía en la Plaza
de las Monjas, la Fonda de María Mandao
es uno de esos restaurantes en los que el cliente tiene derecho a sentirse
especial. De primeras, para los que no estamos acostumbrados a protocolos,
asombra la atención eficacísima y respetuosa de los camareros. Nada más
sentarnos llegó a nosotros una señorita joven
y morena, que se movía suelta, rápido y silenciosa, como una anguila
resbaladiza entre los obstáculos de las mesas y los transeúntes. – Hoy seré
vuestra camarera – nos dijo, y así fue.
Sólo nos atendió ella y nunca nos faltó de nada. Como veníamos con hambre, pues habíamos
fecundado el hambre adrede durante la mañana por el placer de vencerlo a fuerza
de tapas, inauguramos el almuerzo con un revuelto
de papas y jamón, coronado por un pimiento
verde que lo atravesaba longitudinalmente como atraviesan las franjas de
colores algunas banderas. Plato de natural sencillo pero ejecutado aquí con
singular acierto: las papas cuadraditas, todas de similar tamaño y en su punto
exacto, y el jamón a tacos y crudito, como debe estar, con su tocino
impertérrito a pesar de la calor de los fogones. Para beber, aventurando la condición marítima
de los platos que habrían de complementar al primero, pedimos un par de copas
de vino blanco del Condado de Huelva. Acatando las más relamidas conductas
protocolarias, la camarera nos trajo la botella entera recién abierta y con un
ceremonioso gesto me sirvió un chorreón a fin de que cerciorase que era ése y no
otro el vino que había pedido. Así que tal como cayó en la copa lo bajé al
buche y acredité su pertinencia – vino blanco, efectivamente el que yo pedí,
está bueno, descargue aquí el brebaje que estoy agustísimo- y llenó las dos
copas generosamente.
Tras la aventura iniciática del revuelto, convinimos en
respaldar las recomendaciones que habíamos leído por internet y pedimos uno de
los platos insignia del establecimiento: la hamburguesa de langostinos, por un lado, junto con unas croquetas de gambas al ajillo. La hamburguesa de langostinos abarca lo
que la palma de una mano, y si bien carece de contundencia como para saciar a
estómagos hechos al buen comer, sí que satisface las papilas gustativas de las
bocas más exquisitas. Es como un bombón de langostinos que se entrelazan y
distinguen, cuya pulpa gelatinosa conserva todo el sabor que debe tener el
crustáceo cuando nada libremente en el mar. La acompaña una pella de mostaza que uno duda si
insertar o no dentro del emparedado. En mi opinión, la mostaza mejor de adorno,
pues untarla desvirtúa el sabor natural de la hamburguesa, que por sí sola se
basta. Además de esto, nos trajo la
anunciada tapa de croquetas de gambas al
ajillo, magistralmente dispuestas en una canastita de mimbre, cuyo lecho
tapizado de yerbas (canónigos, escarola y demás variedades de lechuga) le
confería un aspecto como de regalo de reyes, a la sazón muy oportuno. De sabor, muy ricas, de textura muy cremosa,
sin tropezones de gambas (ojo, me gustan los tropezones, pero estas croquetas no
los contenían y tampoco se echaban de menos). De color anaranjado o rosáceo y
regusto contundente, con una reminiscencia final de pimienta negra que daba
gusto apaciguar con un trago de vino blanco frío, momento en que uno conciliaba
toda la mar y toda Huelva en el reducidísimo espacio del paladar. Exquisitas,
al fin y al cabo. Como broche de oro
para un banquete que ya se antojaba, cómo decirlo, pantagruélico, pedimos que
nos rellenaran las copas y que nos trajeran un arroz con bogavante, que habría de tardar unos quinces minutos en
salir. Al igual que lo ingerido anteriormente, el arroz con bogavante estaba buenísimo. En su punto exacto de cocción y dispersión,
cohesionado por un caldito algo denso y de color naranja, e interrumpido por
los miembros de un bogavante casi entero descuartizado dentro, de cuyas patas,
lomo y demás órganos dimos buena cuenta a fuerza de rechupeteos. Para los muy
amantes del mar, el bogavante atesoraba un núcleo verdoso cuyo sabor
intensísimo parecía recoger todos los aromas de la ría en apenas un milímetro.
Creo que ese núcleo era el cerebro, si es que el crustáceo tiene cerebro, o
acaso su alma, que de tenerla debe arrojar el sabor descrito. Por último, de postre, nos dejamos asesorar por la camarera y
nos decantamos por una tarta de galletas para los
dos, pues no por terrenal desmerece, ya que lograba una perfecta
conjunción y proporción entre galleta, chocolate y crema, y remataba
perfectamente un almuerzo abundante y sin mácula. Después de tanto se podría
aventurar una cuenta inasumible, pero nada más lejos: 43 euros, ni más ni
menos, unos veinte euros por cabeza, una cantidad que tal vez no podemos
permitirnos gastar asiduamente, pero que merece la pena emplear para conocer
una gastronomía que es parte fundamental de nuestro patrimonio.
- - Revuelto de papas, jamón y pimiento verde.
- - Hamburguesa de langostinos.
- - Croquetas al ajillo (vienen seis).
- - Arroz con bogavante.
- - Tarta de galletas
- - Cuatro copas de vino blanco del condado
- - 43 € en total.
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